El descuartizado de aguacates toma la palabra:
Mi mujer
Me casé con una gruñona.
Mi mujer no sabe hablar y escuchar mucho menos, solo sabe gruñir, protestar, maldecir y lo peor es, que es el fruto de su frustración y amargura. Nuestro matrimonio es un desastre. Mi cascabelito, que es como yo la llamaba, se ha convertido en un cencerro que atrona constantemente en mi cabeza. La verdad es que no he sabido hacerla feliz, nos casamos demasiado jóvenes, no podíamos aguantar la presión familiar, queríamos más libertad.
Por mi no me hubiera casado, yo no creo en el matrimonio, ya lo dice el refrán, te casaste y acabaste, pero ¡A ella le hacía tanta ilusión!, además a mi me cuesta mucho rebelarme, me dejo llevar fácilmente.
Eduardo desparramado en el sofá, escuchó los pasos apresurados de Teresa, su mujer, subiendo las escaleras y el resoplido en el descansillo.
Seguro que ya había subido las bolsas de la compra, ¡Esta mujer no tiene espera! El estaba leyendo en el Marca como quedaba su equipo en la liga. Ella quiere que haga las cosas con una rapidez que su propia naturaleza le impide. Él era un hombre tranquilo, y eso le gustó a Teresa al principio, decía que contrarrestaba su carácter nervioso, pero con el tiempo, lo que hizo fue enervarla más. Le desasosegaban su inactividad, su pasividad y sobre todo su falta de ambición.
Sí, él lo sabía, sabía que la había defraudado, que no había cumplido con sus expectativas.
Su vida era un rosario de estafas. Había decepcionado primero a su padre, que quería que fuese arquitecto. Después a su madre, a la que nunca le gustó la novia que se echó, soñaba con algo mejor para su hijo, una chica con clase, de buena familia, con apellidos sonoros, y no aquella muchacha vulgar de familia proletaria. Por último, a su mujer, que se sentía engañada por no haber cumplido su sueño. Precisamente la única vez que se rebeló y fue capaz de enfrentarse a su familia fue por ella.
En lo más íntimo se sentía orgulloso de haber roto con todos, sin haber terminado los estudios, sin ni siquiera haber hecho la mili, solo tenía 20 años, cuando salió de la casa paterna, dando un portazo, para casarse.
Por eso optó por hacer una carrera más corta, aparejador, con la ilusión de terminar arquitectura más adelante, pero al final no terminó ni la una ni la otra, y siguió trabajando en la gestoría que nunca se atrevió a abandonar.
Pronto vinieron las niñas y se fue acomodando a la rutina diaria: el horario de ocho a tres, las conversaciones, sobre todo de fútbol, en la cervecita de los viernes con los compañeros del trabajo. Esa vida gris, que tanto le reprochaba Teresa, a él en el fondo, no le disgustaba. Él era un hombre sin aspiraciones. El único delito que se reconocía era ser descuartizador de sueños ajenos.
Todo el dinero que ganaba lo llevaba a casa, y no tenía vicios. Hacía cinco años que había dejado de fumar, más que nada por la humillación que le suponía tener que salir a la terraza a fumarse el pitillo.
Sé que ahora está sentada en la cocina, llorando en silencio su frustración, sintiendo en su respiración entrecortada la rabia contenida. Solo se me ocurre hacer la ensalada de aguacates, y aquí estoy diseccionándolos lentamente, escuchando sus reproches, respirando su odio, mientras saca los cacharros del lavavajillas con una velocidad vertiginosa, así que después de varias humillaciones opto por volver al sofá y ver la televisión.
Esto se repite noche tras noche, creo que no me soporta, y yo a ella..., no sé.
A veces me da pena pensar donde ha ido a parar el amor de los primeros años, porque ahora, ya de eso, queda bien poco, y por no hablar del sexo tan escaso y aburrido. Ella casi siempre cansada, inapetente, cuando cede a mi demanda lo hace como cumpliendo un deber.
Mi Teresa no era así en los primeros tiempos, yo diría que era una mujer fogosa y el sexo con ella era divertido y excitante.
Con los años, vinieron los reproches, sus quejas, y más adelante, la falta de respeto.
No tuve más remedio que buscar mis desahogos, para sobrellevar el hastío que me produce volver a casa.
No he sido muy original en mis devaneos, los dos en el trabajo a pesar del refrán, menos mal que no tuve complicaciones, porque, eso sí, yo siempre dejo bien claro que mi familia es lo más importante y que a mi mujer no la voy a dejar nunca.
Primero fue Isabel, la mujer de la limpieza, lo hacíamos allí mismo, cuando se marchaban todos, con la premura del deseo. Isabel era toda carnalidad, me gustaba su olor a sudor y sus curvas poderosas.
Mi otra aventura fue con Rita, una estudiante en prácticas, que apareció por la oficina. No era demasiado bonita, pero tenía un cuerpo bastante apetitoso, que dejaba ver con el descaro de su juventud.
Con Rita estuve bastante enganchado y reconozco que me dolió que ella me dejara, a pesar de llevarle yo casi veinte años, no fui más que un experimento, ella no había estado antes con un hombre de mi edad.
Estos escarceos me reconciliaron con mi virilidad, un hombre es un hombre, y si en casa no te dan lo que necesitas...
Ahora, después de una cena sin palabras aliviada la tensión, con uno de esos programas anodinos de la tele, al que el sueño ganó la batalla, Eduardo y Teresa se encaminaran hacia el dormitorio.
Antes que la luz del alba dibuje la silueta reconocible de los muebles del dormitorio, cuando todavía la oscuridad reina en la habitación, siento su mano en mi espalda, como la una niña perdida que busca seguridad, percibo su miedo y su angustia, finjo que estoy dormido, porque temo que si le hablo, mi voz rompa la magia del momento, solo me permito girarme soñoliento y abrazarla. En ese momento sé que soy su hombre.
Cómo siempre inmejorable ��������
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